El conocimiento de la sábila o aloe vera se remonta a las civilizaciones más antiguas, que la consideraban como “planta milagrosa” o “planta de la inmortalidad”.
Los primeros testimonios de su uso aparecen en la cultura egipcia hacia los años 3.000 a.C., donde la usaban para curar heridas y como cosmético. Existen referencias históricas sobre su uso remoto en China, hacia el 2.700 a.C.
Sin embargo, la noticia epigráfica más antigua sobre su uso medicinal se encuentra registrada en unas tablillas halladas en Sumeria, que datan de unos 2100 a.C., y, con posterioridad, también han sido encontrados testimonios similares en la cultura babilónica. Más tardías son las referencias en el Ayurveda hindú, que, en los años 700 a. C., recoge diferentes aplicaciones terapéuticas. En el siglo V antes de Cristo, Hipócrates lo describe en su Canon de Medicina. Un siglo más tarde, Teofrasto lo menciona en sus tratados botánicos, y, además, se conoce que sugirió a Aristóteles la conveniencia de aprovisionarse de grandes cantidades de plantas, para aliviar y ayudar a cicatrizar las heridas sufridas por los soldados de los ejércitos de Alejandro Magno en sus múltiples conflictos bélicos. Así se desvela un testimonio importante sobre la actividad vulneraria o cicatrizante del zumo de las hojas de la planta.
Significativa resulta también la referencia en el evangelio de San Juan, donde se relata lo siguiente: “También fue Nicodemo, el que había ido de noche a ver a Jesús, llevando unas cien libras de mirra perfumada y aloe. Tomaron el cuerpo de Jesús y lo envolvieron en lienzos con los aromas, según la costumbre de enterrar de los judíos”
En 1934 se comprobó la extraordinaria eficacia que poseía el jugo de la planta para curar las quemaduras producidas a radiólogos y pacientes, expuestos excesivamente a la acción de los rayos X.
Su verdadero valor terapéutico volvió a redescubrirse poco después de finalizada la Segunda Guerra Mundial, al utilizarse el zumo de la planta para tratar las tremendas quemaduras producidas en la población de las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki, como consecuencia de las bombas nucleares arrojadas en agosto de 1945. Según consta, algunas lesiones no dejaron señales ni cicatrices después del tratamiento con el acíbar o el zumo gelatinoso del Aloe.